“Dios es el Dios del corazón humano”
Tratado del Amor de Dios, I, XV


Con estas palabras aparentemente sencillas comprendemos la esencia de la espiritualidad de un gran maestro, san Francisco de Sales, obispo y doctor de la Iglesia.

Nacido en 1567 en una región francesa fronteriza, era hijo del Señor de Boisy, de una antigua y noble familia de Saboya. Vivió entre los siglos XVI y el XVII, recogió en sí lo mejor de las enseñanzas y de las conquistas culturales del siglo que terminaba, reconciliando la herencia del humanismo con la tendencia hacia el absoluto propia de las corrientes místicas. Su formación fue muy completa; en París hizo los estudios superiores, dedicándose también a la teología; y en la universidad de Padua, los estudios de jurisprudencia, como deseaba su padre, que concluyó de forma brillante, con un doctorado en ambos derechos, derecho canónico y derecho civil. En su armoniosa juventud, reflexionando sobre el pensamiento de san Agustín y santo Tomás de Aquino, tuvo una profunda crisis que lo indujo a interrogarse sobre su propia salvación eterna y sobre la predestinación de Dios con respecto a sí mismo, sufriendo como verdadero drama espiritual las principales cuestiones teológicas de su tiempo.

Oraba intensamente, pero la duda lo atormentó de tal manera que durante varias semanas casi ni comió ni bebió. En el culmen de la prueba, fue a la iglesia de los Dominicos en París, y abriendo su corazón rezó de esta manera:

 “Cualquier cosa que suceda, Señor, Tú que tienes todo en tu mano, y cuyos caminos son justicia y verdad; cualquier cosa que Tú hayas decidido para mí…; Tú que eres siempre juez justo y Padre misericordioso, yo te amaré, Señor […] te amaré aquí, oh Dios mío, y esperaré siempre en tu misericordia, y repetiré siempre tu alabanza… Oh Señor Jesús, Tú serás siempre mi esperanza y mi salvación en la tierra de los vivos”.


A sus veinte años Francisco encontró la paz en la realidad radical y liberadora del amor de Dios: amarlo sin pedir nada a cambio y confiar en el amor divino; no preguntar más qué hará Dios conmigo: yo sencillamente lo amo, independientemente de cuanto me da o no me da. Así encontró la paz y la cuestión de la predestinación -sobre la que se discutía en ese tiempo- se resolvió, porque él no buscaba más de lo que podía recibir de Dios; sencillamente lo amaba, se abandonaba a Su bondad. Este fue el secreto de su vida, que aparecerá en su obra más importante: el Tratado del amor de Dios.

Venciendo la resistencia de su padre, Francisco siguió la llamada del Señor y, el 18 de diciembre de 1593, fue ordenado sacerdote. En 1602 se convirtió en obispo de Ginebra, en un periodo en el que la ciudad era el bastión del Calvinismo, tanto que la sede episcopal se encontraba “en exilio” en Annecy. Pastor de una diócesis pobre y atormentada, en un enclave de montaña del que conocía bien tanto la dureza como la belleza, escribió: 

“A Dios lo encontré lleno de dulzura y de ternura entre nuestras altas y ásperas montañas, donde muchas almas sencillas lo amaban y lo adoraban con toda verdad y sinceridad; el ciervo y el antílope corrían de aquí para allá entre los hielos espantosos para anunciar sus alabanzas”, (Carta a Santa Juana Francisca de Chantal, octubre de 1606).

Y, sin embargo, fue inmensa la influencia de su vida y de su enseñanza en la Europa de la época y de los siglos siguientes. Es apóstol, predicador, escritor, hombre de acción y de oración; comprometido en hacer realidad los ideales del Concilio de Trento, implicado en la controversia y en el diálogo con los protestantes, experimentando cada vez más, la eficacia de la relación personal y de la caridad, más allá del necesario enfrentamiento teológico; encargado de misiones diplomáticas a nivel europeo, y de tareas sociales de mediación y reconciliación. Pero sobre todo, san Francisco de Sales es un director de almas: de la dirección espiritual con la señora de Charmoisy, su prima, se inspirará para escribir uno de los libros más leídos de la edad moderna, la Introducción a la vida devota.

De su profunda comunión espiritual con una personalidad de excepción, santa Juana Francisca de Chantal, nacerá una nueva familia religiosa, la Orden de la Visitación, caracterizada -como quiso el santo- por una consagración total a Dios vivida en la sencillez y la humildad, en el hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias: “…quiero que mis Hijas -escribió- no tengan otro ideal que el de glorificar a Nuestro Señor con su humildad”. Murió en 1622, a los cincuenta y cinco años, tras una existencia marcada por la dureza de los tiempos y por una infatigable entrega apostólica.

La vida de san Francisco de Sales fue relativamente breve, pero vivida con gran intensidad. De la figura de este santo emana una impresión de extraordinaria plenitud, demostrada con la serenidad de su búsqueda intelectual, también en la riqueza de sus afectos, en la “dulzura” de sus enseñanzas que han tenido gran influencia en la conciencia cristiana. De la palabra “humanidad”, él ha encarnado distintas acepciones que, hoy como ayer, puede asumir este término: cultura, cortesía, libertad y ternura, nobleza y solidaridad.

En su aspecto tenía algo de la majestad del paisaje en el que vivió, conservando también la sencillez y la naturalidad. Las antiguas palabras y las imágenes con la que se expresaba resuenan inesperadamente, también en el oído del hombre actual como una lengua nativa y familiar.

A Filotea, destinataria ideal de su Introducción a la vida devota (1607), Francisco de Sales dirige una invitación que podía parecer, en la época, revolucionaria. Es la invitación a ser completamente de Dios, viviendo en plenitud la presencia en el mundo y los deberes del propio estado. “Mi intención es la de instruir a aquellos que viven en la ciudad, en el estado conyugal, en la corte…”. (Prefacio a la Introducción de la vida devota”). El Documento con el que el Papa León XIII, más de dos siglos después, lo proclamó Doctor de la Iglesia, insiste en esta ampliación de la llamada a la perfección, a la santidad. En él se dice: “ La verdadera piedad ha penetrado hasta el trono de los reyes, en la tienda de los jefes de los ejércitos, en el tribunal de los jueces, en las oficinas, en las tiendas e incluso en las cabañas de los pastores […]” (Breve Dives in misericordia, 16 noviembre de1877). Nacía así la llamada a los laicos, ese cuidado por la consagración de las cosas temporales y por la santificación de lo cotidiano en los que insistirán el Concilio Vaticano II y la espiritualidad de nuestro tiempo. Se manifestaba el ideal de una humanidad reconciliada, en la sintonía entre acción en el mundo y oración, entre condición secular y búsqueda de la perfección, con la ayuda de la gracia de Dios que impregna lo humano y, sin destruirlo, lo purifica, elevándolo a las alturas divinas. A Teótimo, el cristiano adulto, espiritualmente maduro, al que dirigirá algunos años más tarde su Tratado del amor de Dios (1616), san Francisco de Sales ofrece una lección más compleja. Esta lección supone, al inicio, una precisa visión del ser humano, una antropología: la “razón” del hombre, más aún, el “alma racional”, se presenta allí como una arquitectura armónica, un templo articulado en varios espacios, alrededor de un centro, que él llama, junto con los grandes místicos, “cima”, “punta del espíritu”, o “fondo del alma”.

Es el punto en el que la razón, recorridos todos sus grados, “cierra los ojos” y el conocimiento se funde con el amor (Tratado del amor de Dios, libro I, cap. XII). Que el amor, en su dimensión teologal, divina, sea la razón de ser de todas las cosas, en una escala ascendente que no parece conocer fracturas o abismos, san Francisco de Sales lo ha resumido con una famosa frase: “El hombre es la perfección del universo, el espíritu es la perfección del hombre, el amor es la del espíritu, y la caridad es la perfección del amor” (Tratado, libro X, cap. I).

En un tiempo de florecimiento místico intenso, el Tratado del amor de Dios es una verdadera y propia summa, y a la vez una fascinante obra literaria. Su descripción del itinerario hacia Dios parte del reconocimiento de la “inclinación natural de amar a Dios sobre todas las cosas” (ib. libro I, cap. XVI), inscrita en el corazón del hombre, aunque pecador. Según el modelo de la Sagrada Escritura, san Francisco de Sales habla de la unión entre Dios y el hombre desarrollando una serie de imágenes de relaciones interpersonales. Su Dios es padre y señor, esposo y amigo, tiene características maternas y de nodriza, es el sol del que incluso la noche, es misteriosa revelación.

Un tipo de Dios que atrae hacia sí al hombre con vínculos de amor, es decir de verdadera libertad: “ya que el amor no tiene forzados ni tiene esclavos, sino que reduce todas las cosas bajo la propia obediencia con una fuerza tan deliciosa que, si nada es tan fuerte como el amor, nada es tan amable como su fuerza” (ib. libro I, cap. VI). Encontramos en el Tratado de nuestro Santo, una meditación profunda sobre la voluntad humana y la descripción de su fluir, pasar, morir, para vivir ( ib. libro IX, cap. XIII) en el completo abandono no sólo a la voluntad de Dios, sino también a lo que a Él le complace, a su «bon plaisir», a su beneplácito (ib. libro IX, cap. I).En la cumbre de la unión con Dios, además de los arrebatos del éxtasis contemplativo, se coloca ese fluir de la caridad concreta, que está atenta a todas las necesidades de los demás y que él llama “éxtasis de la vida y de las obras” (ib. libro VII, cap. VI).

Leyendo el tratado del amor de Dios y, más aún, las cartas de dirección y amistad espirituales, se advierte bien qué gran conocedor del corazón humano fue san Francisco de Sales. A santa Juana Francisca de Chantal le escribe: 

“Esta es la regla de nuestra obediencia que os escribo con letras grandes: HACER TODO POR AMOR, NADA POR LA FUERZA ,AMAR MÁS LA OBEDIENCIA QUE TEMER LA DESOBEDIENCIA. Os dejo el espíritu de libertad, ya no el que excluye la obediencia, pues ésta es la libertad del mundo, sino el que excluye la violencia, el ansia y el escrúpulo” (Carta del 14 de octubre de 1604).

No por nada, en el origen de muchas de los caminos de la pedagogía y de la espiritualidad de nuestro tiempo encontramos precisamente las huellas de este maestro, sin el cual no hubieran existido san Juan Bosco ni el heroico “caminito” de santa Teresa de Lisieux.

En un tiempo como el nuestro que busca la libertad, incluso con violencia e inquietud, no se debe perder la actualidad de este gran maestro de espiritualidad y de paz, que lega a sus discípulos el “espíritu de libertad”, la verdadera, como culmen de una enseñanza fascinante y completa sobre la realidad del amor. San Francisco de Sales es un testigo ejemplar del humanismo cristiano, con su estilo familiar, con parábolas que tienen a menudo el batir de alas de la poesía, recuerda que el hombre lleva inscrita en lo más profundo de su ser, la nostalgia de Dios y que sólo en Él se encuentra la verdadera alegría y su realización más plena.

Catequesis que el Papa Benedicto XVI pronunció sobre san Francisco de Sales, obispo de Ginebra, durante la Audiencia General celebrada en el Aula Pablo VI. Miércoles 2 de marzo de 2011.